Ella se llama Sofía
Después de un mes viviendo aquí, por fin, tengo que confesarme. Si fuera creyente, me iría rápidamente, casi con urgencia, al confesionario más cercano. Me divierte imaginar una escena propia del Pájaro Espino, jijij. Pero bueno, dejémoslo ahí, que creo que ya me estoy contagiando… A lo que iba, tengo que confesarme ya, o temo que será demasiado tarde.
Me he enamorado de Vancouver y de los vancouveritas (¡hace un mes ni siquiera sabría decir cuál era el gentilicio adecuado!). Y todo en un mes, un simple, raudo y ridículo mes. Un poco más de treinta días después me veo aquí sentada, en una cafetería con una gran cristalera, rodeada de extraños que hablan un idioma que odio y amo a partes iguales. Veo a la gente paseando por la calle, tranquila, y me reafirmo. Oh, pero espera, ¡mierda! Tengo el cartel de los horarios de este sitio delante de mis narices y ¡cierra en menos de 10 minutos! Con lo emocionada que estaba… Un segundo, me bebo mi café rápidamente, apago el ordenador y os sigo contando en la próxima cafetería.
[Diez minutos después]
Bueno, pues aquí estoy de nuevo. Estaba contando todo lo que adoraba este sitio, pero gracias a sus horarios pesados me reafirmo aún más en mi posición. Gracias al horario horrible de la cafetería, he podido descubrir otra aún mejor. Es enorme, con grandes mesas de madera y, cómo no, ¡ya he hablado con una persona de aquí! ¿El café? Servido en una taza de mi color preferido, con un corazón hecho con espuma y… ¿delicioso? Mmmm, pues no, la verdad es que me gusta mucho más el de la primera (allí está impresionante!), pero bueno, qué le vamos a hacer, ¡con esos horarios…!
No quiero parecer una de esas atontadas que en estos últimos tiempos se multiplican y pululan constantemente en las redes sociales, el diseño gráfico y los blogs de fashion… de verdad, nada más lejos de mi intención, pero, en serio, me siento cambiada y contenta. Mis planes antes de llegar aquí eran trabajar, trabajar y trabajar, para poder acabar la tesis de una maldita vez. En Canadá haría muuuuucho, mucho frío y yo trabajaría sin descanso y con grandes dosis de concentración, abrigada con gordos calcetines, jerseys y chaquetas. Pero resulta que no hace tanto frío y que, aunque lo hiciera, hay tantas cosas que ver y hacer, que lo que menos me apetece es estar encerrada todo el día escribiendo cosas de las que ni siquiera estoy segura. Y llueve mucho. La lluvia es bonita y triste, y en Barcelona la echo de menos. Me gusta el frío y la lluvia, sin ellos me siento rara.
Así que aquí estoy, escribiendo, sí, pero como una pequeña hispster más de Main Street.
Me encanta la gente de Vancouver. Me gusta porque cantan por la calle (unos canturrean y otros entonan sus canciones preferidas a voz en grito), porque te sonríen aunque no te conozcan de nada, porque van flotando sumidos en sus pensamientos a todos lados. Parecen felices. Nadie lleva auriculares con música altísima en el SkyTrain, y siempre dicen “sorry” y “thank you”. Y me gustan porque les gusta hablar. Nunca había ido a una tienda y me había quedado casi media hora hablando de la vida y del café (combinación perfecta) con una dependienta mientras ella planchaba vestidos de flores. Nunca pensé en ir a la piscina de mi piso (sí, tengo piscina, yujuuuu!) y que una señora china me hablara de sus miedos y de lo relajada que estaba ahora. Nunca me imaginé que, yendo a mirar ropa a una super cadena, una desconocida me pidiera consejo sobre qué zapatos comprar, después de decirme que odiaba ir a comprar sola.
Yo no me imaginaba esto. Para nada. Y quizás es que la gente aquí se siente sola y por eso hablan con desconocidos que chapurrean malamente su idioma. He leído por ahí que Vancouver es una de las ciudades en las que la gente es más solitaria, pero… si la soledad implica esto, me gusta. Me gusta la melancolía que se esconde en estas calles. Me gusta poder ver paisajes tan preciosos que te quedas sin habla y que la gente de aquí vaya a ellos a disfrutarlos, en silencio, mientras leen, escuchan música, corren o hablan bajito con desconocidos. Son gente raruna, sí.
En fin, lo tenía que confesar, no podía tenerlo más tiempo aquí dentro, porque las emociones me estaban empezando a salir por la nariz y las orejas y eso ya era demasiado rarito, incluso para esta ciudad.